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jueves, 19 de noviembre de 2009

Medardo Arias Satizábal y su madurez poética


Tomado del libro Verbum poetas colombianos, Amparo Romero Vásquez, Fundación de Poetas Vallecaucanos, 2002, Cali, Colombia, pg. 41 - 51


Medardo Arias Satizábal y su madurez poética


Por Amparo Romero Vásquez

"En época de tribulaciones la poesía
se presenta al espíritu como un desagravio"
OCTAVIO PAZ
MIENTRAS VIVIMOS encontramos en los libros riquezas desconocidas. Así estudiando los múltiples rostros que ellos encierran, todos sus infortunios y noches venturosas,  voy definiendo estas páginas donde el acontecer poético de  Medardo Arias Satizábal es una adivinación serena, una dialéctica donde el oficio de hacer versos es el destino más elevado para quien lo ejerce convencido de esa voluntad de su ser, del valor de sondear la mirada y el descubrimiento de la clave que encierran las palabras. Estas lecturas me han llevado a comprender que su destino indudablemente es la poesía. Hay en ella una plenitud, una proyección  constante donde crea sus símbolos, plasmando los grandes vacíos que va dejando en él esta época vertiginosa.
Su obra está fuera de lo polémico y lo oscuro. Hay una  emoción en la metáfora, una intensidad en su monólogo que  nos revela su madurez poética, donde está implicada su historia.
¿De qué más puede hablar el poeta, si el hilo de la trama es  ineludible y misterioso?
El poeta Medardo Arias no pretende asombrar ni inventar; escribe desde lo más profundo, haciéndonos partícipes de su identidad y de su mundo absoluto. Porque el recuerdo, el tiempo, sus ancestros, merecen ser nombrados, demostrando con ello que el lenguaje puede crear un universo propio y significativo, donde la búsqueda es la clave. Piensa y sueña conformando así su propia visión poética, con un idealismo capaz de establecer un orden a su fantasía, como una fórmula mágica donde lo esencial es su júbilo, su conciencia, su destino.
Hay un hilo que va tejiendo la unidad poética, un niño que camina entre brumas y maderas, con su cometa de colores atravesando los potreros, y el tiempo atrapando la nostalgia. Un preciosismo en los detalles, una sensibilidad que abarca los colores, el tacto, las luciérnagas, los barcos, la noche con su risa de ángel o su carcajada de murciélago. El mar como un fantasma, como un viejo amigo sembrando la victoria o la derrota en sus zapatos sieteleguas.
El amor con sus certezas, la constante de su padre en la hondura del mensaje, el abuelo en la musicalidad del verso, la presencia de la madre perfumada de alhucema, la voz de los hermanos como faros en las charcas.
El sol, los alcatraces, las gaviotas en su oficio de  perpetuar los ojos tristes de los peces, el grito de los muelles. Y un hombre preguntando por las cintas y las frutas, por el trompo que danzaba como un loco en la punta de su dedo. Surcando la palabra el sabor que dejó el mar entre su risa de muchacho que se bebe la luz gastada de los barcos, entre los viejos mercaderes que trafican con la noche.
Va indagando sobre sus orígenes, rescatando oficios, objetos, tareas cotidianas. El gesto que zigzaguea en los retratos, la naturaleza que teje la leyenda del tigre y de la ardilla, la muerte que ríe desde las funerarias acostumbradas al viejo llanto de los cristos.
Todo está allí con su lumbre y su ceniza. El tren con su silbido rasgando la montaña, las fragancias, los cuartos las voces y la casa, que aún siguen de fiesta, la lluvia y el relámpago contándoles sus secretos a los muertos, los antepasados, anunciando nuevas lunas desde sus abismos, y un ángel agotando su risa en las axilas insomnes de la noche.
Toda adivinación cumple su misterio, y todo destino tiene su propio rostro, su mirada más honda. El poeta cumple su propósito más profundo, el testimonio de una obra donde día tras día los grandes sueños se hacen una realidad palpable, una cotidianidad que traduce su vocación, su sentimiento y su dominio de la palabra.
Su conducta poética se justifica a partir de su unidad, del encantamiento y de la invención de la metáfora. Con la sustancia de la imagen se elabora y se nutre, con su pluralidad crea un orden, y con su idealismo equilibra simetrías, logrando así un elogio constante a la existencia misma.
Fiel a su carácter más esencial, con ese poder inscrito internamente para vadear la palabra, el derecho de trabajar consigo la gracia de sentirse tocado, participa en la afirmación del gozo que le producen las notas de un armonio, el péndulo que anuncia que finalizó la caída de la lluvia de fuego sobre el pueblo más amado, son unas de las tantas razones de su lenguaje inevitable, de lo auténtico que expresa frente a esa profunda visión de una historia que le llega desde un reino que reivindica, desde el ámbito de la ausencia, palomas con sus ojos quemados, las prendas blanquísimas oteándose con el viento salobre, el destello de un grito y un orden nuevo para la fábula de un circo, trapecistas inalterables deshojando la mies, interrogando verdades como quien aporta una luz, un sentido real a su corazón que adivina el instante y la sombra, imágenes que acumulan su concepción, su metafísica, hasta su silencio, porque entre los viejos barcos, las bahías y el gastado monólogo de los pájaros moribundos está él, dando la posibilidad de su destreza para anudar la visión del mundo que lo circunda, buscando los fantasmas de sus puertos en otros puertos, intimando con lo suyo, atreviéndose a saber de las maravillas de otras aguas, invocando fragancias y blancuras, la ductilidad de su oficio, la absoluta entrega de subvertirla raíz para que ningún hilo quede suelto.
Hábil en su ejercicio de escribir, se obliga para alcanzar la plenitud, para nacer y bautizarse en su devenir, en el idealismo de su contexto, aceptando su condición inapelable y rigurosa de experimentar la palabra, hacerla suya, y asemejarse en su vocación al que siembra la vid para la conquista de su elíxir.
Caminando con su virtud o con su karma, como bien lo diría algún profeta olvidado, el poeta es donador de su júbilo, de la cuantificación de su equilibrio, del salmo que anuncia expectante ante la gran aventura de escribirse. Vigilado por algún náufrago, con sus redes a estribor, desde cualquier mar u orilla posible escribe el poeta de lo que le pertenece de su historia, de todo aquello que ve por el pequeño agujero de la cerradura, y del indomable recuerdo, atinando siempre en una afirmación fundamental y decible; quien participa de la existencia se hace responsable de su derecho a la libertad, exigencia que no claudica, que incesantemente está allí, entera o fragmentada, pero lejos de cualquier adverso, exigiendo comprometerse para no sucumbir.
El tiempo puede romperse, indudablemente esa es la realidad, la palabra continuará y dejará su trazo, será la invitación a atreverse, a aniquilarse o a perpetuar ese hacer y ese decir del cual particularmente urgimos.
Le queda al poeta, para su salvación o para perderse irremediablemente, el gran reto: la página en blanco, emoción o locura, una suerte de palabras espléndidas o vergonzosas para muchos, pero siempre condicionadas a la trama, a ese azar, o a ese numen esquivo y difícil, a ese entorno de hundimiento y grandes intensidades. Magia o albur, inspiración o destreza, en cualquiera de los casos la página en blanco llama y encierra, acoge y libera, lleva al que cierne en ella sus caudales a los parajes más insospechados, prepara al poeta para entrar en el acertijo y descubrir la primera palabra, obligándose si es preciso a tejer y destejer su caos, su geografía de ríos, su quejumbre y su azogue, la ebriedad y ese deseo de morirse dulcísimamente como mueren los pájaros.


Entre mercaderes
Mañana, iré a contar monedas sucias con los beduinos;
me haré anunciar, primero,
frente a sus tiendas
donde arde un fuego de mentiras.
Me escurriré hasta la piedra milenaria
donde afilan sus cuchillos;
después, entonces,
trotaré en sus caballos,
aguijonearé mis espuelas
en la rosa de los vientos...
Mañana, insultaré el trapo de sus cabezas,
libaré con ellos junto a los viejos pozos
frente a la cisterna agotada del sueño.
Mañana, contaré monedas sucias con los beduinos;
me asustará su risa desdentada,
el benjuí de sus trajes talares,
 pero, contaré monedas sucias con los beduinos... 

Lenguas

Confusión de lenguas
 en el sereno tibio del puerto;
 bolero antiguo, girando,
desde el humo de la infancia.
Los barcos se fueron
y no es cierto que la lluvia
traiga pestes del pasado.
Detrás de los pasos,
nadie sabe del truhán que muere
con una gardenia florecida en el pecho;
nadie, puedes tener la seguridad,
 sabe de los hijos bastardos
de los marineros.
Los barcos atracarán
 en la fábula despintada
de las cantinas;
mis hermanos gastan
—rueca de ronquidos—
 la respiración del ancestro.
Esta casa huele a ruidos,
a agua de Florida,
 a mi abuela endomingada
camino de la iglesia. 

Retorno

Reconstruí el ademán del abuelo
dando pan dulce a las gaviotas;
 fui con mi hijo hasta el muelle blanco
habitado por jaibas azules
 para repetir, veinte años después,
aquel gesto bíblico de repartir
 alimento a las aves silvestres.
Mi hijo reía viendo aletear
 encima de su cabeza,
 afinó el oído para sentir,
 adentro,
como un pálpito salitroso,
 el grito agudo de los alcatraces.
 No entendió que era mi nieto
 yo, su abuelo,
 una tarde de gabarras endomingadas
 cuando las mujeres despedían a los soldados
 camino de la guerra,
 con pañuelos untados de alhucema. 

MEDARDO ARIAS SATIZÁBAL

Nació en Buenaventura, Valle del Cauca, el 31 de mayo de 1956, escritor y periodista.
Ha publicado:
 Testimonio - Poemas – 1984
 Luces de navegación (Poemas, 1987)
 Las nueces del ruido (Poemas, 1989)
 Esta risa no es  de locos (Cuentos, 1992)
 Jazz para difuntos (Novela, 1993)
 Que es un soplo la vida  Novela (2000) Editorial Alcayuela (España)
Premios:
 1992, Premio Nacional de Cuento Ciudad de Bogotá.
1989, Premio Nacional de Poesía «Luis Carlos López», Universidad de Cartagena.
1987, Premio Nacional de Poesía Universidad de Antioquia.
1984, Premio de Poesía Vallecaucana, «Antonio Llanos».
 1982, Premio Nacional de Periodismo «Simón Bolívar».